Entre memorias y sentimientos se me hace un mar de lágrimas que inunda mi mente y mi pecho. Una presa que solo se desborda cuando no puedo más, cuando me pesa de más el falso retrato de tranquilidad y esperanza que mágicamente le muestro a los demás. Y esa caída, a cántaros, se repite incansablemente cada tanto tiempo mientras golpeo el colchón de la ira, abrazo una almohada del desconsuelo, me enjuago el rostro... hago como si nada y sigo. Un ciclo.
Hay mil y una preguntas rondando en mi cabeza todo el tiempo. Solo me distraigo cuando estoy obligado a hacerlo: trabajando, nunca más. De resto, paso las horas y los días con un cúmulo de pensamientos rumiantes y dolorosos, los mismos que la mayoría de las veces no sé tratar. Hasta ahora no se me ocurre una mejor estrategia que dejarlos ahí y hacer como que no estuvieran, a ver si por mero descuido salen, pasan de largo y dejan que vuelva a mí la tranquilidad.
Estoy vacío, con un corazón inhóspito y viviendo, cual alma en pena, en el piloto automático que yo mismo programé para evitar que alguien lo descubra y me pregunté:
- ¿Qué te pasa?
- Nada, todo está bien (pero ven dame un abrazo).
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